Agatha andaba deambulando bajo la lluvia. El agua le
entraba por las botas y mojaba sus calcetines, pero no le importaba. Se sentía
mal, llevaba así demasiado tiempo…Deprimida, sola. Hacía ya un año del
accidente que había hecho que su vida cambiara por completo, y no le gustaba
recordarlo, era demasiado trágico para ella.
Era una mañana de otoño, los padres de Agatha
la habían dejado en la puerta del instituto.
-Que pases un buen día, cariño.- Dijo su madre
con una gran sonrisa en la cara.
-Eso espero…- Digo ella con una leve desgana.
-¡Vamos!, no puede ser tan terrible.- Dijo Sam,
su padre.
-Eso es lo que tú te crees. Estoy completamente
sola, nadie se acerca a mí. Soy la niña rica de papá.- Replicó.
-Querida, solo son unas horas, cuando salgas
estaremos aquí esperándote. Vamos, vas a llegar tarde.- Dijo Mary, su madre con
una voz cálida y tranquila.
-Está bien.- Respondió ella.
Agatha los despidió con la mano y se adentro en
los estrechos y tenebrosos pasillos de aquel instituto tan antiguo y sucio. Vio
como el coche se alejaba hasta girar la esquina de la calle. La sirena tocó,
parecía una niña asustada e indefensa gritando a través de un callejón creyendo
ser perseguida por un asesino en serie.
Era primera hora, entró en la clase, tenía
Biología. Le gustaba, simplemente porque diseccionaban ranas y investigaban
órganos de animales muertos. A ella le gustaba eso, pero a la gente no, por eso
la veían tan rara.
Estaban estudiando las células, Agatha dibujaba
una flor de loto en su agenda cuando una pequeña bolita de papel, llena de
saliva impactó contra su pelo. Se giró rápidamente y vio a Lucy Jones riéndose
y señalándola. Lucy Jones, el ser más agresivo y asqueroso que había podido
pisar este mundo. Era una niña con cara alargada, alta y fuerte, Agatha la
odiaba y Lucy intentaba hacerle la vida imposible. Agatha puso cara de asco y
se giro para acabar de pintar uno de los pétalos de su flor. Era lo más odioso
de este mundo.
En ese momento llamaron a la puerta, era el
director, quería hablar con ella.
-Agatha, ¿puedo hablar contigo un momento?-
Dijo el director con una voz áspera y grave.
-Claro.- Respondió ella.
Salieron ambos al pasillo, estaba oscuro,
iluminado por un pequeño foco que parpadeaba en una de las esquinas. El
director le dijo que se sentara en un pequeño banco junto a la puerta de su
aula.
-Agatha, tengo una mala noticia.- Dijo el Señor
Fasted mientras miraba el suelo inquieto.
-¿Qué pasa señor director? No se ande con
rodeos, por favor.- Dijo ella haciendo un pequeño gesto con sus manos.
-Verás…Han llamado de la comisaria, estaban
dando una vuelta por el barrio y han visto que había un coche parado en mitad
de la calle, era el coche de tus padres y…-
-¿Qué? Como que de mis padres… ¿Qué les ha
pasado?- Dijo ella preocupada.
-Se han acercado y…Estaban muertos, bueno, les
habían asesinado. Lo siento mucho Agatha.-
A Agatha se le vino el mundo encima, empezó a
marearse y todo le daba vueltas, era imposible, ¿Cómo podrían estar muertos?
-No…no puede ser. ¿Asesinados? Es imposible…¡No
me diga eso por favor!- Dijo con las lágrimas recorriendo su rostro mientras se
llevaba las manos a la cabeza.-¿Nadie ha visto nada? ¡No pueden estar muertos joder!-Dijo
entre suspiros.
-Lo siento mucho, tienes que acompañarme, unos
señores quieren hablar contigo.-Dijo el señor Fasted agachando la cabeza.
-Claro…- Dijo Agatha con desgana, levantándose
cabizbaja y acercándose a dos señores de traje y corbata. Llevaban gafas de sol
y el pelo corto y peinado hacia atrás. La cogieron del brazo y la adentraron en
el despacho del director.
Salió unas horas después, no tenía ningún otro
familiar, tendría que entrar en una casa de acogida. No quería, no quería
afrontar el hecho de que sus padres estaban muertos, que no los vería más.
Entró en clase, recogió sus cosas y, a la salida, se subió en un coche policial
y fue llevada a la comisaria hasta que se le asignara una de esas casas.
Se cambió de ropa, debía asistir al que iba a
ser el momento más duro de toda su vida, el entierro de sus padres. Se puso su
vestido negro, sus botas, se arregló el pelo y partió hacia el cementerio.
El cementerio siempre le había resultado un
lugar siniestro, un sitio donde nunca pensaría que estaría. Asique entró con
paso firme y decidido.
Ya habían sido enterrados, Agatha lloraba como
nunca lo había hecho en su vida, los había perdido, y no había podido hacer
nada por impedirlo. Se sentía mal.
“Aquí yacen Sam y Mary, matrimonio feliz. Su hija,
amigos y familiares le recordaran con cariño.”
Esas palabras perforaron su corazón como un
taladro, quería salir cuanto antes de allí, asique se despidió de ellos, lanzó
una rosa roja a la lápida y huyó corriendo hacia la salida, llorando, y
pensando en lo que acababa de pasar y lo que le esperaba.
Hacía un año de aquel suceso, aunque parecía que había sido
ayer. No tenía paraguas, pero le gustaba sentir las gotas cayendo sobre su
cabeza mojada. Pasó bajo la luz de una farola, su sombra se reflejó difuminada
sobre los charcos que se habían formado en el asfalto. Veía las luces de la
casa de acogida, no quería entrar. Era demasiado para ella sentir que no tiene
a nadie y que, con 15 años, quien iba a adoptarla. Estaría ahí hasta los
dieciocho, si no se escapaba antes.
-¿Dónde has estado?- Dijo la señora Food, su “niñera”.
-¡Dios santísimo! Si vienes empapada, no entres hasta que te traiga la toalla,
acabo de fregar y lo vas a poner todo perdido.- Dijo mientras corría hacia el
baño a por la toalla.
La señora Food era muy amable y cariñosa, pero no podía
llegar a cogerle cariño, le recordaba mucho a su madre. Y eso la deprimía día
tras día. Se acerco a ella con su toalla morada, se la dio y la dejo pasar.
-Acabo de hacer galletas de fresa, sé que son tus
favoritas.- Dijo La señora Food con una voz muy agradable.
-Mmm…La verdad es que huelen muy bien, estoy deseando
probarlas.- Dijo ella con una pequeña sonrisa en la cara.
Si, era muy cariñosa, sabía todo lo que le gustaba a
Agatha. Y a ella le agradaba, pero podía llegar a molestarla. Era como su
madre, y no le gustaba demasiado.
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